viernes, 9 de octubre de 2009

LA VENGANZA DE LOS GALLEGOS


*Por Fabián Rodríguez Simón

Allá por 1992, cuando comencé a viajar a Madrid por negocios, el mundo disfrutaba de una expansión económica sin precedentes. Caído el Muro de Berlín, con la globalización imponiéndose al compás de Internet y la revolución informática y con el mejor Clinton dirigiendo el concierto, el planeta había entrado en una época dorada que parecía perdurable.

Por aquel entonces la Argentina era vista como una de las economías emergentes más prometedoras. Especialmente por muchos empresarios españoles que todavía no terminaban de convencerse de la integración a Europa ni de los beneficios que ésta traería para España, y que se sentían más cómodos hablando castellano en el quinto pino del Cono Sur que chapurreando inglés con orientales inexpresivos o sirviéndose de dudosos traductores en Europa del Este. Hijos de una España aislada y todavía provinciana en muchos sentidos, aún veían a Buenos Aires como la cosmopolita capital de un inexistente imperio (Clemenceau dixit) cuyos abundantes recursos culturales y naturales se encontraban, inexplicable y oportunamente, sin explotar.

Es público y notorio que los argentinos tenemos muchos defectos pero que entre ellos no se encuentra la falsa humildad. Nuestra remota ubicación geográfica, nuestra compulsión a viajar por ambos mundos apenas tenemos cinco duros o una situación cambiaria favorable, un pasado de esplendor económico del que todavía nos quedan ciertos vestigios y una presunta superioridad cultural en la región, nos han hecho, según cuentan, un tanto engreídos.

Así, en mis primeras visitas a Madrid, creyendo todavía que Buenos Aires era el centro del mundo me sorprendía el desconcierto de mis amigos españoles, cuando les llamaba coloquialmente “gallegos”. Tal es el gentilicio que, sin connotación peyorativa alguna, aplicamos en nuestro país a todos los españoles, provengan éstos de Galicia o de Valencia. Ello con la misma ecuanimidad con que los italianos, milaneses o sicilianos, son llamados “tanos”; los angloparlantes, sean británicos o americanos, “gringos”; “franchutes” aquellos que han nacido lo mismo en Marsella que en Ostende; “rusos” todos los de origen judío sin importar si askenazi o iddish y “turco”, cualquier emigrado de Medio Oriente, para gran indignación de los sirio libaneses cristianos que resultan la mayoría de éstos paisanos. También es cierto, aunque nada tiene que ver con ello el cretino de Sabino Arana, que los vascos han sido “vascos” desde siempre (y, ¡ay!, los navarros también).

Por suerte, pronto comprendí lo ridículo que resultaba llamar “gallego” a quien no había nacido en Galicia y empecé a utilizar los gentilicios adecuados.

Pasaron los años, España por suerte o por maña de sus gobernantes vivió un boom económico sin precedentes, los españoles se integraron plenamente a Europa y se sintieron muy cómodos como europeos, la Historia resucitó y los argentinos hicimos cosas de argentinos ( así muchos entendieron por qué pese a sus magníficos recursos naturales y culturales, a nuestro país le va como le va). Y luego de llamar la atención de todo el mundo por unos meses con el default de nuestra deuda externa, fuimos olvidados sin pena ni gloria. Ya nadie en los países centrales nos tiene en cuenta y saben de nosotros tanto como nosotros sabemos de lo que pasa en Madagascar. Ni siquiera nos preguntan por Maradona – salvo que pretendan humillarnos - y si no fuera porque gracias a Lula todos saben dónde queda Río, muchos volverían a creer que Buenos Aires es la capital de Brasil. Aunque también es verdad que pese al generalizado ninguneo que padecemos hay bastantes españoles que continúan siendo amables y generosos con nosotros y todavía consideran que la Argentina, como el éxito de los mocasines de Guido y la ropa de La Martina testimonian, tiene un dejo de decadente glamour.

Por esto resulta más doloroso que en los últimos años, muchos españoles que no confunden la capital de Argentina y que han paseado por sus calles, que sienten casi como propias las hazañas deportivas de los tenistas y futbolistas argentinos, que disfrutan de la lectura de Borges o Castellani, de los mejores tangos de Cadícamo o de las rimas rockeras de Calamaro, de las películas de Campanella y Darín, insistan en referirse a quienes habitamos la Ciudad de Buenos Aires como “bonaerenses”.

Para los argentinos, la palabra bonaerense se utiliza exclusivamente como adjetivo en cuestiones administrativas y burocráticas (“la policía bonaerense”) y siempre relacionada, no con la Ciudad sino con la Provincia de Buenos Aires. Desde época de la Colonia, quienes vivimos en la Reina del Plata, somos porteños. Así que el término bonaerense no se aplica ni a los vecinos de la Ciudad de Buenos Aires, que somos “porteños”, ni a los habitantes de la Provincia homónima, a quienes se llama por el gentilicio de su pago chico. O sea que hay quien es marplatense o sanisidrense, pero nadie es bonaerense.

No parece el desplante una premeditada venganza de los gallegos por la insufrible altanería porteña. El origen de la confusión, mucho más banal, radica en la pobre definición del Diccionario de la Real Academia, que indica que bonaerense, es “El natural de Buenos Aires”, sin precisar si de la Ciudad o la Provincia, y, peor aún, en la que brinda el Diccionario de María Moliner que yerra flagrantemente al indicar “bonaerense” como sinónimo de “porteño” (y después los académicos desprecian Wilkipedia). Estas equívocas referencias se han impuesto en los medios gráficos y así apenas el pasado 10 de agosto, el diario ABC, tan cuidadoso en cuestiones de estilo, se refirió al club River Plate, afincado en el porteñísimo barrio de Nuñez, como a un club bonaerense (si los barrabravas riverplantenses se enteraran de que se les considera “bonaerenses” y no porteños, ya le explicarían - “letra con sangre entra” - al cronista la gravedad de su error). También El País, hace poco menos de un año, despedía al inefable Eduardo Bergara Leumann – una suerte de obeso Liberace criollo – como al “último bohemio bonaerense”. El pobre Gordo, que en su vida cruzó la General Paz, todavía debe estar revolviéndose en su tumba.

Ya los porteños estamos resignados a que en España no se nos reciba más como a los prometedores y glamorosos primos de América, sino como a problemáticos candidatos a inmigrantes ilegales. Pero que los gallegos, tanto en sus charlas de café como en la prensa escrita, nos traten indolentemente de “bonaerenses”, es un poco mucho y nos llevará largo tiempo digerirlo.



[1] Abogado argentino, integrante del Consejo Rector del Instituto de Empresa

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